Después de un largo tiempo de silencio, vuelvo a expresar mis emociones a través de algunos cuentos de mi autoría escritos para el Festival de Letras en el marco del 114 aniversario de declaratoria de mi ciudad de Casilda .
Memorias de mi madre
Clara
era mi madre, siempre nos contaba que no había tenido una vida fácil, que su
niñez había transcurrido en el altiplano cuidando a los cabritos, que el viento
no acariciaba sino que golpeaba cual paliza traviesa, que oía sonar las cajas al
son de alguna copla lastimosa, y que las
piedras y los espinillos rodaban en la arenisca lastimando sus pequeños pies apenas
calzados con uyutas de cuero cosidas por
su madre, sin embargo, a pesar de la pobreza, de la soledad, del eterno
silencio de los cerros, dejaba volar su
mente al compás del susurro de algún lánguido arroyito que, de vez en cuando se atrevía
a romper la quietud del lugar, desafiando el calor que pugnaba por evaporarlo, y
así seguía, rememorando aquellos tiempos plagados de duendes y fantasmas que, a
pesar de su espíritu libre nos relataba
su infancia y sus sombras.
Acurrucados
contra su falda nos disponíamos a escucharla y nos embelesábamos imaginando ser
los protagonistas de algunas de sus historias, mientras ella, entrecerraba sus
ojos y como viajando en el tiempo comenzaba el relato, las palabras brotaban
suave, sin prisas, con pausas que nosotros mentalmente empujábamos apurados y
ansiosos.
-Era
un día de calor sofocante, el suelo parecía flotar y quedar suspendido en el
aire, ondas polvorosas se movían al ritmo de un cálido y tenue viento, yo me
encontraba en el rancho, junto a mi madre y mis hermanos, el silencio reinaba,
era la hora de la siesta, todos dormían, yo me negaba a dormir y siempre
trataba de imaginarme que el viento me traía una alfombra mágica que me
rescataba de la pobreza y me llevaba a un mundo maravilloso, cuando de pronto escuché:
“¡Clara, Clara!” ¿Tía? –Contesté- ¿Do, donde estas?, mi vista se había dirigido
mecánicamente hacia la puerta pero… no había nadie, me levanté apresurada,
aunque en silencio, para no despertar a los demás, ¡corrí!, corrí hacia la
puerta y la abrí de un golpe, ¡Tía, tía! –Llamé- Sólo el viento me contestó como en un
atemorizante aullido, temblé, se me erizaron los pelos, nadie en las calles, un
cielo diáfano que no daba lugar a engaños, mi tía no estaba, no había huellas
de carruajes, ni caballos y mucho menos ruedas de automóvil, cabizbaja y
apenada volví a mi catre, apenas terminé de acomodarme en él volví a escuchar la
voz ¡Clara, Clara! Nuevamente salté de la cama y corrí a la puerta, esta vez entreabierta,
y…, otra vez el silencio y el vacío. Esa vez no aguanté y zamarreé a mamá. “!
Mamá, mamá! La desperté casi al borde de las lágrimas y también atemorizada, le
conté entre sollozos lo que me había pasado, pero ella, no me creyó, “Un sueño”
–me dijo- casi como en un reto, me había atrevido a despertarla, ella no era
mala, solo estaba cansada, había que lidiar con tantos niños, levantarse antes
del sol para ordeñar y hacer el queso de cabras para luego llevar al mercado y
venderlo, por eso la entendí cuando se dio media vuelta y me ordenó que vuelva
a la cama. La hora de la siesta aún no acababa, el calor seguía acuciando y no
era bueno callejear en esos horarios, más tarde volveríamos a la rutina del
hogar, ahora había que dejarse llevar por el sopor que los 40 grados producían.
Pasé
el resto de la jornada sin contratiempos, jugamos a la payana después de cazar
mariposas con una ramita, ayudar a mamá a hornear el pan acercándole la leña,
amasando bollitos con la masa que quedaba y hasta la ayudé a rellenar
empanadillas con dulce de cayote.
Al
caer la noche, después de cenar, sacamos los catres a la galería, era
insoportable quedarse dentro debido al gran calor reinante todavía. Allí
dormimos apenas cubiertos por una fina manta tejida por los artesanos del
lugar.
Me
dormí profundamente, cuando de pronto, volví a escuchar la voz ¡Clara, Clara!,
desperté, buscando en la oscuridad apenas iluminada por la luna y las
luciérnagas y sólo el canto de los grillos cortaba el silencio de las
quebradas. Mi mente trataba de dilucidar este enigma a la velocidad de un rayo,
volví a preguntar ¡Tía! ¿Sos vos? ¿Me necesitas? ¿Qué me querés decir? Y volví
a dormir con un feo presentimiento, no sin sobresaltos esta vez hasta que, me
asaltó el espanto, esta vez sentí que una mano fría tocaba mi cara ¡y yo!, yo me
tapaba la tapaba y la mano, la mano seguía acariciándome, yo temblaba y rezaba,
se agolpaban en mi boca las oraciones pidiendo protección, que ya a esa hora
estaba convencida que era…
¡Una
fantasma Má! -gritamos nosotros- ¡Sí, un fantasma! -dijo ella estremeciéndose
en su silla-.
Apenas
los gallos comenzaron a cantar al clarear el día y escuché a mamá moverse con
un desperezo incierto, corrí hacia ella y envuelta en lágrimas le conté lo
sucedido, esta vez no me retó, me miró con ternura, me abrazó y sentenció:
Después del desayuno nos vamos a la ciudad a visitar a la tía. No hizo falta,
en eso llegó el cartero.
Tía
Tita había muerto esa madrugada.
Esa
noche, se había despedido de nosotros.
Graciela
Pellegrino.
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